
Sábado. 20:30. Me quito los zapatos, los vaqueros y el polo. Me pongo una camiseta sintética, calzonas, calcetines altos y las zapatillas. Es el quinto bus del día. Sábado. Tarda 20 minutos en llegar y me apetece que venga un desconocido y me obligue a volver a mi casa, que me pregunté si sé qué hago con mi vida. No sé cuándo fue la última vez que hice uso de mi llaverito del gimnasio. Por respeto a mi cartera me planto enfrente de él. Me lo encuentro chapado. Sábado. 20:30. Iba a estar abierto pa’ mí.
Cuando era más pequeño, recuerdo que en los veranos no sabía qué día era; para mí todos eran sábados. Ahora tampoco sé en qué día vivo, pero todos son lunes. El verano molaba cuando íbamos todos en Jospi a Roche, te comprabas un bocadillo de chicharrones, no faltaba un balón y las preocupaciones eran las de un chaval de 16 años. Ni mejores ni peores, simplemente otro tipo de preocupaciones.
Una preocupación que pasó por alto aquel chaval de 16 años fue la de echarle agua a la moto para que refrigerase. Obviamente gripó, pero la Pepereta dejó un legado eterno e imborrable en la memoria de todos los que tuvieron el placer de conocerla. Pensé que había aprendido la lección, pero el ser humano es el único… Esa historia para otro texto, si eso.
De todo se aprende, sí, pero no todo se aprende.
Voy a ponerme un poco serio. En el último artículo dije que «de todo se aprende», y lo mantengo; pero quiero matizarlo. De todo se aprende, sí, pero no todo se aprende. Nunca he sabido despedirme. Querer estar en un lugar, querer estar con alguien, y que la circunstancias te obliguen a lo contrario es que el árbitro pite el final justo cuando ibas a montar el contragolpe que te diera la victoria. Es una putada, más fácil y rápido.
Lo afronto, cierro el coche y pongo rumbo a las escaleras mecánicas de la estación ya solo. Esos minutos en los que piensas todo lo que se te viene encima es el golpe de frío cuando tus pies se mojan con el mar. Luego, te adentras poco a poco y más o menos te acostumbras como puedes; aunque yo soy de los que no tardan en salirse para que mis dedos no se conviertan en garbanzos y para que la rutina de los madriles no me ahogue.