
«Libertad de expresión también significa libertad para callarte la puta boca si a ti te da la gana», tuiteó Ignatius Farray, cómico tinerfeño y autor de tres libros: “Vive como un mendigo y baila como un rey”, “El bicho que se devora a sí mismo” y “Meditaciones”.
Llegó el coronavirus y todos parecíamos epidemiólogos; erupcionó el volcán de La Palma y nos hicimos vulcanólogos; Putin realiza una ofensiva sobre Ucrania y todos sabemos de geopolítica. El problema no recae en el simple hecho de opinar de un tema, más bien en el tiempo que dedicamos a informarnos sobre ello y las fuentes, veraces o no, a las que acudimos. Me frustra pensar que el ciudadano tenga que superar un Scape Room para poder informarse bien, pero en tiempos revueltos —elecciones, guerras, pandemias…— la encrucijada se vuelve más compleja.
A veces, es mejor quedar como un ignorante y decir: no tengo ni p*** idea
Parece que constantemente debemos posicionarnos sobre un tema: ¿Betis o Sevilla? ¿Izquierda o derecha? ¿Tortilla con o sin cebolla? Indudablemente, con cebolla y poco hecha. Ahora, está sobre la palestra el precio del combustible y si debe el Gobierno bajar o no sus impuestos. ¿Cómo voy a poder opinar si hace menos de una semana que me enteré que la gasolina tenía un 47% de carga impositiva? ¿Acaso sé qué consecuencias tendría bajar los impuestos? ¿Existen otras opciones? Es prácticamente imposible tener una opinión fundamentada tras leer dos posts de Instagram o dos titulares tergiversados. A veces, es mejor quedar como un ignorante y decir: no tengo ni p*** idea de lo que es el barril de Brent, y, si tu opinión le resulta de vida o muerte, siempre puedes tirar de comodín: “Cuando llegue a casa lo veo y mañana te digo”.
Me cuesta entender la necesidad y el hambre que tiene la sociedad por enjuiciar y etiquetar a los demás sobre las diferentes cuestiones que ocupan la agenda. Etiquetas que, por supuesto, son irreversibles, no vaya a ser que reflexiones y hayas cambiado de opinión; algo totalmente normal y un indicio claro de evolución y aprendizaje personal.
Pepe Ortega Monedero