Todo el mundo tiene un amigo que, cuando andáis juntos por la calle, le falta muy poco para arrancar a correr. Y perdóname decirte que, si no lo tienes, es porque ese amigo eres tú. Así es Madrid. Siempre a punto de empezar un trote. Siempre con la sensación de que te persiguen. Madrid no entiende de otros ritmos diferentes al ir a carajo sacao a todas partes. Desde que vivo aquí solo he tenido dos días, y porque era ya asunto de vida o muerte, en los que no he hecho absolutamente nada. Sí, era necesario parar. No hacer nada. Salirme como sea de esa vorágine de tareas, compromisos, rutas interminables en metro… Ojo al metro. Madrid y su presión constante son tan puñeteras que te hace odiarlo: he llegado al momento de quejarme -para dentro- porque la pantalla marca 6 minutos para la llegada del próximo. 6 minutos. En Chiclana lo mínimo que se despacha son 30 minutos de espera para el bus, y si es que pasa.
La compasión del taxista descafeinó mi cabreo; el ciclista le dio sentido a este texto
Ayer, mientras andaba hacia a mi casa por la noche, en mi mundo con mis auriculares puestos, pensaba cómo enfocar este texto. En ese momento de evasión, que ni notaba el cansancio de todo un viernes a full, casi me lleva por delante una bicicleta eléctrica. Cuando digo casi, es que estuve a un centímetro de visitar el Hospital Gregorio Marañón. Me giro, le suelto cuatro cosas al ciclista y un taxista baja la ventanilla y me dice: “un poco más y te lleva por delante, era más tonto que un botijo”. La compasión del taxista descafeinó mi cabreo; el ciclista le dio sentido a este texto. Madrid es así: una ciudad sin frenos, donde o entras en la rueda o te llevan por delante.
Pepe Ortega Monedero